«Adolescencia turbia, triste y tierna,/tembladeral sombrío/en que caen las hojas/los cuerpos,/las palabras/los golpes duros y el amor amargo,/edad como el espacio,/sin raíces, abierta/y más desconocida que la noche,/con más estrellas que su sombra.»
(‘Tus pies toco en la sombra y otros poemas inéditos’. Pablo Neruda.)
«Es el mayor hallazgo de las letras hispanas en los últimos años», le espeta Pere Gimferrer a Antonio Lucas, otro poeta del tuétano, para calibrar lo inconmesurable, la aparición de 21 poemas inéditos de Pablo Neruda. 21 gramos de alma tamizados por una tinta verde. Un reguero de savia hecho palabra, hecho poesía. Un hallazgo que está lejos de ser una gran estructura arquitectónica de la antigüedad, o un resto fósil que signifique un punto clave a la hora de explicar la evolución humana o incluso un avance médico para mejorar la salud de esta sociedad, no, estamos solo ante palabras, pero palabras de Pablo Neruda.
En Neruda la palabra es luz, es breviario de la humanidad, clave de un arco que ampara, como una bóveda celeste, todo lo que es el poeta chileno, una isla en sí mismo. Isla con océano a la que llegan, en oleaje armónico, las espumas de las metáforas, el apego a la vida y a todo aquello que la rodea, condensado en la experiencia común de todo hombre, la búsqueda de «el pan, la casa y la mujer». Por esas tres palabras se descuelgan estos 21 versos hallados de manera sorprendente entre los fondos del poeta, custodiados por la Fundación Pablo Neruda. Papeles que se mueven una y mil veces, indolentes cajas de cartón incapaces de clausurar por más tiempo a esas palabras saltarinas y efervescentes que, finalmente, reclaman salir al exterior, manifestarse como parte de una obra que no necesitaba nada más para ser tronco de la poesía del siglo XX. Lo era todo ya, una caracola en la que escuchar el crepitar de un hombre en un país desde el que miraba al mundo como quien mira a un océano infinito. A sus espaldas los Andes, torreones vigilantes que protagonizan el más antiguo de esos poemas, fechado en los primeros años cincuenta, para rematar con un poema escrito en el mismo año de su muerte, 1973. Toda una extensión de terreno biográfico cuarteado en hojas sueltas, cuadernos, postales, menús... allá donde emerge la palabra volcánica para posarse leve, como una mariposa. Veinte años de un poeta en plena madurez que convierten este tesoro en un itinerario inmenso dentro de la inmensidad y vuelve a mostrar lo inagotable de la poesía del autor de ‘Residencia en la tierra’.
Leídos una y mil veces entiendes el alborozo de Pere Gimferrer y la edición a cargo de Seix Barral que ha querido convertir a este poemario en una regresión a la vida del poeta, obsequiándonos en sus páginas con una edición facsímil en la que recuperamos ese soporte salpimentado con esa tinta verde, color fetiche del autor, a la que uno tiende a pasarle el dedo por encima para notar el latido del poeta y finalmente sentir un estremecimiento al reconocer entre nuestras manos todo aquello que hicimos nuestro desde que recalamos en esa isla. Todos tenemos nuestra historia con Neruda repleta de mimetizados poemas infalibles para enamorar, una biografía necesaria para crecer, y unos versos en los que entender que todo puede ser un poco más respirable. Leer a Neruda, el conocido y el que ahora descubrimos, es llenar los pulmones de aire fresco, con palabras brotando en torrentera que desbrozan el paisaje, paisaje físico y paisaje humano, ya que en ambos su poesía toma cuerpo para enredar al hombre con lo que le rodea.
Decía Juan Cruz esta semana de un enero hecho poesía, en uno de sus comentarios radiofónicos a propósito de los noventa años de otro poeta, el joven nicaragüense Ernesto Cardenal, que «la poesía invoca a la eternidad»; y hace unos días, a raíz de la muerte de otro poeta, el argentino Arnaldo Calveyra, escribía que «hay poetas que trascienden las estanterías y hacen vivir sus versos tristes o sus versos alegres en el almacén infinito de nuestro afecto». Eso es la poesía, poetas que cumplen años, poetas que mueren, poetas que resucitan gracias a que aparecen unas cuartillas con sus palabras, pero poetas que hacen de la eternidad su patria, una patria en la que buscar refugio la humanidad, un aliviadero en el que exiliarse de todo aquello pernicioso que nos rodea, y que es incapaz, por muy negativo que sea, de oradar esos versos.
Volvemos a Neruda, aunque uno nunca se va de él cuando se gravita alrededor de la poesía, a esos 21 textos recuperados como surcos en la tierra: «Nunca solo, contigo/por la tierra,/atravesando el fuego. Nunca solo./Contigo por los bosques/recogiendo/la flecha/entumecida/de la aurora,/el tierno musgo/de la primavera./Contigo/en mi batalla,/no la que yo escogí/sino/ la única,/Contigo por las calles/y la arena, contigo/el amor, el cansancio/el pan, el vino,/la pobreza y el sol de una moneda,/las heridas, las penas,/la alegría». Una confesión más que sumar a ese ‘Confieso que he vivido’ en el que quisimos comprender al poeta sin darnos cuenta que lo que estábamos haciendo era intentando comprendernos a nosotros mismos. En su punto y final se detuvo una vida que ahora se ha convertido en punto y seguido, que es como siempre puntúan los poetas su última frase. El eslabón con los que vendrán después, con los que leerán una y mil veces un mismo verso, un mismo poema anclado para siempre a nuestra alma. De esas cajas han salido nuevos anclajes, nuevos asideros con la eternidad, nuevas poesías.
Publicado en Diario de Pontevedra 24/01/2014
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