Fellini la esculpió como una estatua más de esa Fontana di Trevi a la que
el Barroco dejó uno de sus sorprendentes huecos para que el cine la acabase de
hacer perfecta. Su poderío nórdico se convirtió en una bomba de relojería en aquella
noche mediterránea cálida, decadente y burguesa, una noche inimaginable desde
entonces sin su melena rubia y ese vertiginoso vestido negro que es en donde en
realidad se encerraba la noche de Roma.
Pocas incursiones en el cine se pueden resumir en una única aparición
como la de Anita Ekberg en ‘La
Dolce Vita ’. Aquella noche, y mientras el pelo humedecido se
iba pegando a su pálida piel, llamó por un Marcello Mastroiani entre el éxtasis
y la turbación y allí nos fuimos todos detrás de él. La venus rubia que Diego
Moldes viene de enjaular en su maravilloso libro Venuspasión es una de esas
actrices con las que el tiempo ha sido cruel. Mientras se iba perdiendo su
belleza también se fue apagando su luz convertida en otro tipo de noche,
amarga, lóbrega y estrellada con el olvido.
Casi todos hemos orillado su vida personal o el resto de su trayectoria
artística todavía cegados por aquel resplandor nocturno, aquel martillazo de
Thor en el Foro que nos dejó cegados hasta que ayer abrimos los ojos tras oír
que había fallecido. Su muerte poco va a cambiar lo que Anita Ekberg
significaba hace unas horas: un monumental baño, un contoneo y una llamada.
Pero el cine ya había hecho su labor de convertirla en la gran belleza y de
formar parte de una de esas secuencias icónicas de la Historia del Cine,
repetida millones de veces en fotografías, libros y carteles. Su imagen quedaba
así ya tan perfecta como fellinianamente fijada, mientras su persona, o mejor
dicho su cuerpo, era utilizado por amantes poderosos como Sinatra o Agnelli,
hasta que llegó el abandono y la soledad. La dolce vita había acabado
definitivamente. Había amanecido pero ya no había fuentes, ni paparazzis ni
palacios, fue entonces cuando la realidad le llevó a vivir sus últimos años en
las afueras de Roma, extramuros, como en la antigua urbe, cruel con aquellos
que ya no la satisfacían.
Pero Anita Ekberg ya había cumplido con la ciudad eterna formando parte
de su imaginario. Estatua entre las estatuas. Federico Fellini la ancló a
nuestra memoria como hizo con tantos otros de sus incomparables personajes.
Gracias a él su muerte se fue por el desagüe al Tíber en 1960, el año de
aquella noche, desde entonces seguimos acercándonos a esa fuente para buscar su
belleza, para soñar con ella y para oírle decir: «Marcello, come here!»
Publicado en Diario de Pontevedra 12/01/2015
Fotografía. Anita Ekberg entre Marcello Mastroianni y Federico Fellini
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