La
publicación de una biografía sobre el pintor Mark Rothko nos sitúa ante uno de
los personajes más singulares de la
Historia del Arte reciente. Su educación judía, la marcha de
su Letonia natal a los Estados Unidos, su adaptación a aquel medio tan distinto
y el descubrimiento de su vocación artística, jalonan una vida resumida en un
lienzo de color que te atrapa.
A POCOS
ARTISTAS le hacía tanta falta una biografía como al pintor Mark Rothko (Dvinsk,
Letonia 1903- Nueva York, 1970). Uno de esos autores tan imprescindibles para
entender la pintura actual como desconocidos en su devenir vital. Es por ello
que este trabajo realizado por Annie Cohen-Solal, profesora e historiadora de
la cultura, ganadora de premios de ensayo y agregada cultural de la embajada de
Francia en Estados Unidos, incrementa su valor por adentrarse en ese territorio
tan ignoto del pintor de los grandes cuadros en los que una mancha de color te
envuelve en un proceso de tipo espiritual.
A ese
valor de entrar a desgranar toda una vida, tan fuertemente ligada al entramado
artístico, la autora lo acompaña de uno de los grandes valores de este volumen,
como es la clarificadora radiografía de lo que sucedía en el ambiente creativo
norteamericano, centrado específicamente en Nueva York, durante las agitadas
décadas de los años cincuenta y sesenta. Hasta ese país llegó un niño que
contaba diez años cuando miraba asustado hacia ese brazo erguido de la Estatua de la Libertad. Era la
llegada a un universo de futuro que lo alejaba, en 1913, de la convulsa Europa
del Este, con la
Revolución Rusa a punto de estallar y un territorio, el de la
actual Letonia, un cruce de culturas, religiones, odios e inminentes terrores.
Queda perfectamente definido, en el primer capítulo, la importancia del ámbito
familiar en la vida de Mark Rothko, su pertenecencia a ese territorio europeo
tan concreto y su educación en el seno de una familia judía, en la que el
Talmud y su estudio conformaban una singular manera de enfrentarse al mundo.
Esa
emigración a los Estados Unidos posicionaba a Mark Rothko, cuyo nombre original
era Marcus Rotkovich, ante una nueva realidad. La de un país emergente, lleno
de oportunidades y que no tardaría mucho en capitalizar todo lo que sucedía en
el mundo, como no, también en lo artístico. Pero el joven Rothko debe todavía
formarse, y algo mucho más complicado, adaptarse a la sociedad norteamericana.
Un brillante estudiante que, sin embargo, al llegar a la universidad, a la
prestigiosa Yale, se encontró como un bicho raro entre las élites norteamericanas.
Lo que hasta ahora había sido una progresión constante se frenó por esa falta
de integración en un ambiente que dejaba de lado a aquel joven judío procedente
de una zona empobrecida de Europa y sin vinculación con las prestigiosas
familias made in USA.
Abandona
Yale sin finalizar sus estudios. Es hora de dirigirse a los pies de esa dama
que ya había conocido al llegar al país de la esperanza y en el que se había
instalado en el lejano Portland, Oregon. En Nueva York tiene su primer contacto
con el mundo del arte plástico al asistir, de manera casual, a una clase de la Art Students League
en la que un amigo suyo era alumno. Entró y, tras aquella clase de dibujo con
una modelo y los bocetos de los estudiantes, exclamó: «Esta es la pasión de mi
vida». Era el año 1923 y a partir de ahí su vida ya se enfoca hacia el mundo
del arte asistiendo a varias academias y talleres que le introdujeron en los
diferentes procesos artísticos, al tiempo que se iba adentrando en los círculos
artísticos newyorkinos. Esta óptica, la del artista y su entorno, es uno de los
perfiles más acertados y más interesantes del libro, ya que permite adentrarse
en uno de los periodos más intensos del arte reciente con unos años sesenta en
Estados Unidos en permanente ebullición y con el arte como bandera que agitar
frente al resto del mundo, enarbolando el poderío americano también desde el
punto de vista creativo. Se plantea un interesantísimo debate entre el arte
americano local y la implicación de varios artistas norteamericanos dentro de
un discurso más internacional, también cómo los coleccionistas comienzan a
generar una serie de agrupaciones de artistas y obras que delimitan todo este
periodo, el origen de los grandes museos de Arte Contemporáneo, el debate en
los medios de comunicación desde una incipiente crítica y teorización del arte
de ese tiempo nuevo, los vínculos con Europa, la llegada de artistas
procedentes del viejo continente huyendo de una Europa derruida tras la II Guerra Mundial.
Y en
el medio de ese paisaje Mark Rothko, una especie de islote que, pese a sus
vínculos con artistas del momento, mantenía cada vez más una identidad propia.
Su arte en los años cuarenta sufre constantes modificaciones, una breve época
figurativa, los mitos antiguos, un devenir por una especie de surrealismo con
una desintegración de las formas y finalmente sus característicos territorios
de color, una abstracción cromática que definirá ya toda su obra. Algo que ya
sabíamos, pero que en el texto se acompaña de las reflexiones del propio artista
sobre sus pretensiones, su intención de asociarse al arte como una idea que
desenvolver desde un discurso propio, alejado de modas, comerciantes del arte o
encargos de los poderosos. Desde 1948 Mark Rothko es independiente
económicamente, trabaja como profesor de dibujo en la Escuela Judía de
Brooklyn y eso le confiere una libertad para pintar y para moverse sin ataduras
por un territorio repleto de estrellas: Pollock, Motherwell, Clifford Still,
Newman o de Kooning, entre otras.
Rothko
se rebelará ante el carácter decorativo con el que algunos pretendían calificar
a su obra, rescindiendo un gran contrato para pintar varios cuadros para el
restaurante del vanguardista Edificio Seagram, al adivinar la perversión de su
función, enfrentada con la rezumante de espiritualidad de su obra, que
convierte al espectador en parte de una experiencia sensorial integrandola
dentro de la tradición. Así es como se ha querido ver su trabajo, como una
ruptura artística, pero Mark Rothko lo defiende como parte de un proceso
continuo del arte y que culminará con su gran obra final la Capilla Rothko en
Houston, un edificio octogonal del que cuelgan catorce piezas, más oscuras, más
íntimas, más alejadas de un mundo del que él mismo se fue distanciando cada vez
más, inscrito en su propia pintura.
Adentrarse
en el interior del lienzo
NO ES
FÁCIL SALIR indemne de un enfrentamiento con las obras de Mark Rothko. Menos
aún si éstas se presentan de una manera particular, adaptadas a la sala como,
poco a poco, fue calibrando el propio pintor que debía construirse un espacio
que empatizase de manera directa con el espectador, asumiéndolo como una parte
más de la obra de arte, atrayéndolo hacia su interior como un gran agujero
negro. Bajando los cuadros, colocándolos a unos pocos centímetros sobre la
línea del suelo, imponiéndose a la pared, cuya superficie entraba en una lucha
permanente con la propia obra de arte e incluso con un espectador distraído. A
Rothko cada vez más le preocupaba esa manera de presentar la obra, de generar
un efecto espacial más allá del cromático, la pintura se convertía así en un
efecto espacial, un entorno meditativo que en la última etapa de su vida, antes
de su suicidio en 1970, se incrementó de manera exponencial. Aquella idea del
cuadro como experiencia se trasladaba al espacio y culminó en la capilla Rothko
en la que el propio pintor intervino incluso en su configuración
arquitectónica.
No he
tenido demasiadas ocasiones para ver en persona cuadros de Mark Rothko, pero sí
que recuerdo, pocas semanas después de la inauguración del Museo Guggenheim de
Bilbao una pared en la que se agrupaban varios de ellos. Todavía hoy esos
cuadros se repiten en mi memoria, muy por encima del resto de aquella
exposición conmemorativa de la inauguración. Aquellas piezas poseían un
magnetismo que te obligaba a sentarte frente a ellos, a bucear en ese interior
en el que el color lo era todo y en el que un brillo casi mágico generaba un
aura de misterio y atracción. Una luz que se explica en este libro a partir del
conocimiento que tenía el pintor sobre la pintura del Quattrocento italiano, y
el uso del temple al huevo que le otorgaba una livianidad y frescura a la
pintura, incluso empleando colores muy oscuros, como sucedió al final de su
vida.
En el
libro ‘La luz es más antigua que el amor’ (2010), el escritor, Ricardo Menéndez
Salmón, recientemente galardonado con el Premio Seix-Barral de novela, se
refiere a su encuentro con la pintura de Mark Rothko en clave de un
deslumbramiento del que no fue consciente hasta transcurrido bastante tiempo.
Como si esa pintura tras ser vista permaneciese latiendo en su interior de
espectador tantos años después. Ese es el sentido de trascendencia que tiene la
pintura de Mark Rothko, la finalidad última de su pintura, la de empatizar con
quien se sitúa ante sus piezas asumiendo la pintura como una idea, una
experiencia que nos marca de manera indefectible para el resto de la vida.
Ricardo Menéndez Salmón finaliza uno de los fragmentos de ese libro maravilloso
con unas palabras del propio Mark Rothko tras las que poco más hay que decir:
«Una noche miraré tan fijamente en la oscuridad que terminaré dentro de ella».
Publicado no suplemento cultural Táboa Redonda. Diario de Pontevedra y El Progreso de Lugo 22/05/2016
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