Galicia, desde la
poesía de Carlos Oroza, hasta el sustrato de la memoria de la isla
de San Simón, es el gérmen de ‘Trilogía de la guerra’.
Altar de la capilla de San Simón con su santo sin manos (Foto, Rafa Estévez) |
"Es un error dar
por hecho lo que fue contemplado". Este verso del demiurgo
Carlos Oroza sustenta, como un armazón invisible, la novela del
coruñés Agustín Fernández Mallo, ‘Trilogía de la guerra’,
editada por Seix Barral y ganadora del Premio Biblioteca Breve. Como
invisible es esa red generada por los que ya no están aquí, por los
muertos a los que todavía estamos prendidos como parte de una vida
que, aunque no nos lo quiera parecer, (sobre todo por la
inconsciencia para detenernos a pensar en esa cuestión inmersos en
nuestro mundo febril), está conformada en mayor medida a partir de
los vínculos con los que han fallecido, que entre los propios vivos,
e incluso por encima de unas redes sociales que cada vez más se
imponen a un mundo de piel y huesos.
Poner los pies en la
isla de San Simón, en la que tantos padecieron, donde tantos
murieron, se convirtió para el autor en el arranque de una novela
que ha acabado por ser un itinerario por el siglo XX hasta nuestros
días. Décadas convulsas, repletas de muerte y destrucción
provocadas por lo que entendíamos era el momento de máxima
evolución del ser humano. Guerras como la guerra civil española, la
guerra de Vietnam, la II guerra mundial u otros conflictos, activados
por las diferencias entre el poderoso hemisferio norte y el sufrido
hemisferio sur y disfrazados como crisis, cuando en realidad son
guerras encubiertas por el consumismo y la publicidad, vienen a
desembocar en este texto.
La primera de sus tres
partes se centra en la estancia de Agustín Fernández Mallo en San
Simón, donde palpa y hasta fotografía esa presencia de la ausencia
y hace del escritor cronista de un tiempo que busca las huellas de
los que ya no están, convertidos en «combustibles fósiles» y que
nos accionan todavía hoy en un libro lleno de reflejos, de
identidades que se repiten de manera fractal, como si fuese una costa
interminable, en la que los ecos de las personas se multiplican a
través de tiempos y geografías diversas. Estructuras que se pliegan
en sí mismas para repetirse a diferente escala pero que responden a
un mismo patrón.
En la segunda parte, un
cuarto astronauta, integrante de la famosa misión a la luna, y quien
tomó la fotografía de los que sí pasaron a la historia, relata
diferentes sucesos en los Estados Unidos que definen el declive de
esa sociedad; mientras, en la última, se cuenta el lúcido recorrido
de una mujer por las playas de Normandía, de nuevo poniendo sus pies
donde miles de hombres, sólo hombres, dejaron sus vidas,
modificando, a partir de sus restos, todo un ecosistema al que ahora
llegan otras víctimas, los refugiados sirios, dolientes de nuestras
pseudoguerras en busca de su futuro. Se convierte así este libro en
un brillante relato, pura y vibrante obra literaria, que se relame en
el deseo de narrar, en el irrenunciable principio literario por
contar cosas, por conducir al lector por vidas y situaciones ante las
que preguntarnos, ante las que dudar, ante las que sentirnos como una
emoción más dentro de este planeta en el que constantemente pisamos
muertos. Literatura para explicar el mundo, para explicarnos a
nosotros mismos.
Por ello es un orgullo
que esta novela haya tenido su origen en nuestra tierra a partir de
un aislamiento en forma de jornadas para reflexionar sobre redes
digitales, pero en las que un paseo de mirtos, antiguos pabellones
penitenciarios, tumbas de leprosos, un libro como ‘Aillados’ bajo
el brazo, peces de lomos plateados y un santo sin manos activaron el
proceso de creación de un libro admirable.
Publicado en Diario de Pontevedra/El Progreso de Lugo 14/03/2018
Fotografía: Rafa Estévez
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