Salgo de la
Pastelería Solla mordisqueando feliz uno de esos lazos ante
los que todavía hoy no me puedo resistir cuando los veo a través del escaparate
de esa Michelena perfumada. Cada vez que paso ante él veo al niño que pegaba la
nariz sobre el cristal para dejar impresas las huellas de un deseo. Sobre la
imagen de ese niño ahora se recorta la sombra de un adulto que todavía necesita
refugiarse en esa imagen infantil para concederle sentido a lo que sucede a su
alrededor, más aun en estos días de gigantes y cabezudos, comidas y abrazos,
carrozas y músicas.
Darle un mordisco a ese pastel es darle un mordisco a la memoria de uno
mismo y a la de la propia ciudad. Un momento de éxtasis íntimo que se convierte
en comunitario cuando, enfilando la Peregrina , el sol me ciega al atravesar entre sus
torres como bulbos, que escribiera Susana Fortes en ‘El azar de Laura Ulloa’, y
tras reponerme de ese flash surge la figura de Cholo recortada sobre el perfil
del santuario y salida de quien sabe dónde, alcanzando ese momento una
dimensión épica que me hace temblar las piernas. Cholo, con la Peregrina al fondo, es
nuestro John Wayne ante Monument Valley, el reflejo de un mundo perdido, un
pasado de hombres y mujeres que en tiempos grises pusieron color e ilusión a su
existencia y a su ciudad. Un salvavidas granate que nos mantuvo a flote y al
que ahora parece cada vez más difícil aferrarse.
Pocas vivencias hay más intensas que recuperar los sabores de la infancia
y la juventud. Sabores como el de esos lazos que perpetúan en su interior un
territorio proustiano del que nunca deberíamos huir. Juegos callejeros,
insólitos personajes, vergüenzas adolescentes, besos furtivos, noches
primerizas... un mundo de despreocupaciones en el que todo se limitaba al aquí
y ahora. Pontevedra conserva sobre sus piedras la memoria gastada de las
generaciones que nos precedieron, los que entendieron, como entendemos nosotros
ahora, que ser pontevedrés es una especie de título nobiliario, una medalla que
nos ha puesto la vida en el pecho para ser lucida desde el presidente del
Gobierno hasta el anónimo pastelero que transforma su nocturno trabajo en ese
evocador lazo.
Me giro para disfrutar del placer que todavía es ver caminar a Cholo,
sobre su jersey parece adivinarse aun aquel número tres desde el que se
sustentaba todo un equipo, toda una ciudad. Dejo a un lado la figura de
Ravachol, sonrío, ¿cómo no hacerlo?, y cruzo esa plaza de la Peregrina libre de
tráfico. Lo que fue una conquista del progreso, ahora, el nuevo progreso evita
los coches alejándolos del ser humano. Ya no se depositan botellas y aguinaldos
al pie del guardia municipal que allí mismo dirigía el tráfico en una
fascinante imagen de adoquines, vespas, trolebuses y seiscientos, convertida,
décadas después, en una imposible saturación automovilística para propiciar
ahora un feudo de encuentro, de idas y venidas, de citas que a partir de ahí
hacen de toda la ciudad un itinerario sin parangón. Un recorrido inagotable y
en el que como guinda hemos recuperado el imprescindible Savoy.
Me relamo ante la última porción de mi tesoro cuando suenan campanas
alborozadas, quizás como ensayo de los actos de hoy. Actos que ensalzan la
alegría y la fraternidad de un pueblo unido por lazos a menudo invisibles, pero
que curiosamente siempre son los más intensos, los que van tejiendo el paso de
los años, los recuerdos y los afectos para convertirse en memoria y
materializarse de la manera más insospechada. Incluso en un pastel que ya se
acaba. Desde hoy estamos en fiestas. Denle lustre a su medalla ¡A disfrutar!
Publicado en Diario de Pontevedra 10/08/2013
Fotografía: Javier Cervera-Mercadillo
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