Obituario. La muerte del pintor
Manuel Aramburu deja a Pontevedra sin uno de sus pintores más singulares. No
solo como creador de un universo propio sino como forjador de decenas de
pintores, el adiós de Manuel Aramburu solo podrá ser cubierto con la
redimensión de su propia obra iniciada con la exposición antológica del Museo
de Pontevedra de 2012.
Falleció Manuel Aramburu, pero su
pintura siempre quedará ahí. Es la gran virtud de los artistas, del creador
capaz de modelar esa realidad paralela a la nuestra que pervive pese a la
finitud de su autor. Manuel Aramburu consagró su vida a esa labor, la de hacer
de la pintura una patria inagotable, un discurrir entre horas en el estudio,
pinceladas y la maravillosa capacidad para enseñar. Sí, enseñar. Se hablará
mucho estos días de su obra, de esos cuadros tan característicos, de esas
chatarras que se retorcían entre sí consiguiendo de manera asombrosa cuadros
muy diferentes buscando la belleza donde ésta se agotaba, pero de lo que quizás
no se hable tanto es de esa maravillosa labor como enseñante de la pintura, de
la que muchos jóvenes y no tan jóvenes, han hecho una pasión gracias al buen trabajo
de este leonés hecho pontevedrés. Cada cierto tiempo la galería Sargadelos se
llenaba con obras procedentes de sus alumnos, con trabajos más o menos
afortunados, pero que lo que venían a representar era ese nexo cómplice con la
pintura.
Asomarse a la pintura de Manuel
Aramburu es hacerlo a una obra singular, y este ya es un gran privilegio del
artista. El no imitar, el desarrollar un camino de experimentación propio. En
más de una ocasión he tenido el privilegio de charlar con Manuel Aramburu, en
su estudio o fuera de él, en algún encuentro fortuito por la calle, preparando
una charla junto con Francisco Pablos en la Beca de Pintura Xavier Pousa que él mismo dirigía
en el Balneario de Mondariz o preparando una exposición, la última vez hace
poco más de un año con motivo de la muestra colectiva ‘Unha mirada, dous
tempos’ en la que él participó con dos de sus obras en el Café Moderno. Tras
facilitar toda la labor de coordinación de la exposición, y notar su ilusión
por estar en una muestra de artistas ligados a nuestra ciudad, siempre mostraba
su deseo por conversar sobre la pintura, y en eso nos metíamos. Yo con las
orejas bien abiertas y él contándome historias sobre los años transcurridos
desde el ejercicio de esta vocación. Siempre se descorría entre sus palabras
una cierta amargura por verse más reflejado en libros y monografías publicadas
fuera de Galicia que en publicaciones de su tierra. Entendía que sus cuadros no
eran lo suficientemente valorados por las calidades que indudablemente poseían,
de ahí la importancia de esa gran exposición desarrollada en el Museo de
Pontevedra en 2012. Allí reconocimos una obra que crecía a partir del dibujo,
que se modeló a través del paisaje y que reposó en esos otros paisajes férreos.
Sí, paisajes, porque al fin y al cabo Manuel Aramburu con sus óxidos no hacía
más que paisajes. Territorios que le permitían definir todo lo que a él le
importaba en la pintura, preocupándole muy poco lo que eso podía suponer en
cuanto al impacto crítico. Las numerosas vidas del hierro, los diferentes
estadíos por los que puede pasar ese metal, eran la excusa suficiente y
necesaria para volcarse en ese mundo ya irrenunciable una vez que apareció en
su vida. Esa exposición definió una vida entera, argumentaba un proyecto vital
y profesional y colocaba a Manuel Aramburu como el pintor que era, que él ya
sabía, pero que muchos aún no habían querido ver. Todavía recuerdo esos
paisajes de O Paraño, tan desconocidos como impactantes, tan abrumadores en su
hondura como necesarios para entender sus posteriores valles de chatarra.
Pasé varios años de mi vida en una una
etapa con demasiadas horas muertas cobijado bajo uno de sus imponentes cuadros.
Era una pieza espectacular que se encontraba en la cafetería de la Facultad de Ciencias
Económicas y Empresariales de la
Universidad de Vigo. En aquellos años de naufragios yo no
conocía a Manuel Aramburu, y su obra me era completamente ajena, pero de las
pocas cosas que recuerdo de aquel tiempo fue ese gran paisaje de óxido y
chatarra convertido en una especie de aliviadero a aquellas horas
desesperanzadoras. La vida y sus caprichos me llevaron a conocer a Manuel
Aramburu, y tras muchos encuentros todavía no me atrevía a decirle lo
importante que había sido aquel cuadro para mí, una especie de ventana abierta
a un futuro que no se acababa de clarificar. Creo que cuando se lo comenté, con
más confianza, y a raíz de esa gran exposición del Museo de Pontevedra, se
sintió honrado, o eso creí adivinar en esos grandes ojos parapetados bajo unas
gruesas gafas. Es la capacidad del arte para trascender a las personas, para
convertirse en una dimensión eterna en la que los seres humanos somos simples
anécdotas.
Publicado en Diario de Pontevedra 22/06/2015
Fotografía: Manuel Aramburu en su estudio en 1996 (Miguel Vidal)
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