Escribir alrededor de la figura del
padre es uno de esos ejercicios complejos que todo escritor debería afrontar.
El padre como amparo de toda una vida, el asidero que nos sujeta a tantas y
tantas empuñaduras que blandir a lo largo del tránsito por la vida. Alguien con
interés por la escritura tiene en la figura paterna el argumentario para su
gran novela, así lo entendió Marcos Giralt Torrente con aquel inolvidable
‘Tiempo de vida’ y así lo ha necesitado hacer Fernando Marías con ‘La isla del
padre’, novela que le ha valido el premio Biblioteca Breve 2015.
Y digo necesidad porque estas novelas
surgen más que como un acto creativo como un acto necesario. Una realización
alrededor de una relación casi nunca fácil, en la que las palabras surgen mejor
sobre el papel que de viva voz. Cuando Fernando Marías sujetó la mano de su
padre moribundo entendió que esa necesidad de dejar escrito lo que esa relación
paterno filial había significado, no podía esperar más y en un tiempo récord,
en el mismo escritorio de la vivienda familiar en la que el niño Fernando
Marías había estudiado, se accionó ese proceso de la memoria, esa ignición de
lo vivido que cuando uno impulsa no sabe del todo bien como puede acabar. Es
así como Fernando Marías evoca diferentes situaciones en esa relación, que van
del contacto mutuo, tanto de episodios vividos por ambos protagonistas como por
separado, aunque en algún punto de esas biografías se vean obligados a
coincidir.
Y cuanta más intimidad se narra más se
nos endurece la piel, más consigue Fernando Marías ponernos el nudo en la
garganta ante el caudal de sentimientos no siempre evidenciados, las más de las
veces contenidos, aunque a la hora de redactar estas páginas se convierten en
torrentera que arrastra a quien se ponga ante ese caudal. El torrente se
remansa en diferentes momentos, pasajes llenos de emociones que hay que
degustar con calma: conversaciones, pensamientos, historias familiares,
anécdotas, visiones, fantasías, el bendito cine... todo ello se acolmata en
sedimento para dejar constancia de la relación, de ese entramado vital en el
que también, tienen cabida los otros miembros de la familia, componiendo un
paisaje que necesita de un mirador, como todo paisaje, y ese mirador se asienta
en un monte, un punto mítico, casi iniciático, en el que todo se entiende de
otra manera y donde la memoria se convierte en refugio para el cuerpo y remanso
para el espíritu. Ese monte Pagasarri se distancia de Bilbao, hogar familiar y
desde él casi parece atisbarse el Madrid vital del escritor.
Una línea del horizonte que se escapa
como se escapan los años, sobre todo los que desperdiciamos en no demostrar
nuestros sentimientos, en mirar hacia nosotros mismos como ese único horizonte
posible, cuando la vida es, precisamente, lo contrario, la convergencia de
diferentes horizontes.
Publicado en Diario de Pontevedra y El Progreso de Lugo 7/06/2015
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