Mañana se abrirá, o quizás
no, la cripta en la que reposan los restos de Salvador Dalí. El pintor planeó
su futuro como había planeado su vida, entre delirios y dólares, y así
seguimos. Una hija suya, que pocas dudas parece que hay de que lo sea, pese a las
teorías que algunos defienden del temor a la vagina (pero claro, hay vaginas y
vaginas y momentos y momentos) que manifestó el pintor desde su juventud, será
la que obligue a abrir ese espacio del inframundo por el que saldrán
rinocerontes, masturbadores, penes, bigotes retorcidos, hormigas y bogavantes
telefónicos.
Abrir esa caja de Pandora
vuelve a convocarnos ante el artista singular, ante el provocador, ante el
surrealismo llevado hasta el exceso. "El surrealismo soy yo", dijo
Dalí al llegar a los Estados Unidos, y es cierto que en pocos creadores ese
movimiento se puede calibrar en una medida tan descomunal como en el pintor de
Figueras. Él, que hasta pintó su entierro y que diseñó su propio recinto post
mortem en el Museo Teatro Salvador Dalí de su localidad natal, haciéndose
sepultar en una cripta bajo una losa de 1,5 toneladas que será la que haya que
remover para acceder a sus restos y elaborar el análisis de ADN que una
magistrada ha ordenado realizar. Tanto la Fundación Dalí como el Ayuntamiento
de Figueras se resisten a esa apertura alegando lo complejo de la obra a
realizar en un edificio catalogado como Bien de Interés Cultural. De ahí que es
difícil saber qué pasará mañana, pero eso, a estas alturas, casi es lo de menos.
Dalí sigue generando ruido.
Durante toda su vida el alboroto le persiguió y, tras su muerte, tanto por su
pintura como por sus actos, lo sigue haciendo. A Dalí donde hay que
desenterrarlo es en el Museo Reina Sofía a través de sus cuadros, pararse ante
ellos, adentrarse en sus límites ilimitados, en sus escenas provocadoras,
delirantes, pero pictóricamente maravillosas. Allí está Dalí y estará siempre
sin necesidad de remover losas. Sus obsesiones, sus fragilidades, sus pasiones
y sus miserias están en una pintura que se instala en lo surreal, pero que se
nutre de su entorno catalán, de las rocas de Cap de Creus desnaturalizadas y
conformando su figuración onírica. Esos cuadros, con permiso de los relojes
blandos del MOMA, son la mejor pintura de Dalí, la que se parió desde la originalidad
y el atrevimiento, también desde una inspiración alentada por un espacio y unas
amistades que poco a poco fue devorando por su ego, una pintura que precedió al
Avida Dollars en que él mismo se convirtió, en genial denominación de André
Bretón para referirse a su avidez por el dólar.
Ese Dalí del Reina Sofía es
el que realmente merece la pena. Pocos pintores pueden fracturar un momento del
arte de manera tan intensa como lo hizo él y pocos lo pueden defender con una
cantidad de obras tan importante como la que se articula en este espacio en el
que Dalí pasa de lo real a lo onírico, y en donde articula su método
paranoico-crítico, a partir del cual surge uno de nuestros grandes pintores.
Ahora la vida, esa vida con
la que tanto jugó el de Figueras, quiere volver a situarlo en el tablero,
volver a lanzar los dados para que comprobemos si aquel miedo cerval de Dalí
por el coño es cuestión de mitologías o martirologios, también de estudiosos
que hablan del poder castrador de su padre, quien inoculó al joven Dalí el
pánico por contraer la sífilis, dedicándose éste, durante toda su vida, a
prácticas sexuales de lo más variado, ayudado por Gala, que sí sabía lo que
tenía entre las piernas, para goce propio y ajeno. Lo que sí haría a Dalí
recomponer todos sus huesos y eclosionar desde uno de los huevos que coronan su
edificio funerario sería el saber que, de comprobarse esa paternidad suya
fechada en un encuentro amoroso en Cadaqués con una asistenta en 1955, su hija
podría reclamar hasta el 25% del patrimonio del pintor que tuvo a bien donar al
Estado. Unas piezas, en torno a 4.000, que en el año 1984 fueron tasadas en más
de 5.000 millones de pesetas, lo que hoy en día se multiplicaría, dando lugar a
una cantidad desorbitada que haría palidecer al Avida Dollars transformado en
Avida Euros.
Las horas y los humanos
decidirán qué es lo que pasa con el ADN de Dalí. Paradójicamente, con lo que le
interesaba a él la ciencia, serán la ciencia y los avances en el estudio de la
genética los que tengan la última palabra sobre el futuro de su pintura. Un
futuro que ya quedó inscrito en nuestra historia y que ahora cuelga de esa
surrealista Sala 205 del Reina Sofía, donde está lo mejor de Dalí y casi lo
único que nos debe importar de una vida con demasiadas sombras, demasiadas
locuras y demasiados excesos para tener que sumarle ahora un padre más.
Publicado en Diario de Pontevedra y El Progreso de Lugo 19/07/2017
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