La Casa de los Fonseca, antigua Biblioteca de Pontevedra. (Rafa Fariña) |
LA
MUERTE del gran Uderzo ha activado en muchas personas la sensación de que las
historietas de Astérix, encerradas en esos cómics de tapas duras que en mayor o
menor número están presentes en nuestros hogares, son parte esencial de
nuestras vidas. Durante unos segundos a todos se nos ha dibujado una sonrisa en
el rostro al pensar en esa entrañable pareja que conformaban Astérix y Obélix,
caminando por el bosque y repartiendo sopapos entre los desventurados romanos,
o en esa celebración común de toda la aldea gala como remate de cada historia,
eso sí, con el incomprendido bardo Asurancetúrix convenientemente maniatado
para evitar males mayores.
Esas
sonrisas ya no nos las podrá robar nadie y no estaría de más que, aprovechando
este confinamiento del desasosiego en que estamos inmersos, recuperemos esa
colección y pasemos así unos momentos alejados del dolor, pero también del
ruido y la furia, que se ha instalado en este país lacerado por un virus que
nos tiene contra las cuerdas. Este es un encierro involuntario y necesario,
pero la vida también nos ha llevado a otro tipo de encierros mucho más
benignos. Retiros en los que hemos descubierto espacios y libros inolvidables.
Con la muerte de Uderzo, y al coger de la mano al pequeño galo fortachón, he
recuperado uno de esos encierros que son ya para siempre parte de la memoria
pontevedresa. Eran los primeros avistamientos de la literatura, el
descubrimiento del cómic como arma de destrucción masiva del aburrimiento y el
sentirse aislado de los primeros hastíos de la vida.
Se
acababan las clases que durante la semana te tenían confinado ante todos
aquellos saberes más que necesarios, hoy inmensamente agradecidos, pero que en
aquellos años se convertían en una especie de penitencia. Con sólo un par de
jornadas en las aulas uno ya comenzaba a soltar la imaginación hacia el fin de
semana, hacia esas horas de liberación en las que consumir el tiempo libre.
Llegaba entonces el viernes por la tarde o el sábado por la mañana, los
momentos de la semana en los que la visita a la Biblioteca Pública se convertía
en un acceso hacia otros mundos, hacia unas realidades paralelas frente a las
que las aulas poco tenían que hacer.
Aquella
biblioteca tenía algo de mágico, cuanto más a los ojos de un niño. Un edificio
indescifrable en el Paseo de Colón, con palmeras, esfinges y columnas que
parecían transportarte a un antiguo y exótico destino. Tras subir las escaleras
y traspasar aquel umbral, realmente se entraba en otra dimensión, otorgada por
el silencio y por unas grandes cabezas, vaciados de retratos clásicos romanos,
que le daban a ese espacio una magnificencia empequeñecedora. Ese paso era una
especie de pago exigido para cruzar hasta el paraíso que se abría entrando en
el lugar dedicado a la biblioteca infantil, un pequeño cuarto que se encontraba
entrando a la derecha, con un ventanal que recogía la luz del exterior. Esa luz
iluminaba numerosas colecciones con las que muchos empezamos a abocarnos al
hábito de leer. Los Hollister, Alfred Hitchcock y los tres investigadores, Los
cinco, los libros clásicos de Julio Verne y como no, los cómics. Los nuestros,
los de la Editorial Bruguera, los del genial Ibáñez, pero también aquellos más
refinados, alejados del pollo de Carpanta o la loca comunidad de vecinos de 13
Rue del Percebe. Tintin, Lucky Luke, Spirou, pero sobre todo Astérix. Astérix
era el rey de aquella tropa de dibujos y bocadillos cuya unión era una
felicidad continua. Aquellos libros acababan siempre despanzurrados, con el
lomo vencido fruto de su repetido uso. Uso que nos hizo a todos parte de lo que
somos hoy. Si Rilke afirmaba que nuestra patria es la infancia hay ciertas
banderas que no dejaron de ondear durante ella. Astérix y todos los habitantes
de aquella irreductible aldea gala son una de aquellas banderas que ahora
intentamos hacer ondear en las habitaciones de nuestros hijos e hijas. Pocos
testigos de nosotros se me ocurren que les podemos dejar más intensos y
necesarios, y en todos ellos dos nombres, los de René Goscinny y Albert Uderzo.
Publicado en Diario de Pontevedra 25/03/2020
Ningún comentario:
Publicar un comentario