Tenía que ser en abril, el mes del eterno robo sabiniano, en el que Manuel Jabois cumpliese la profecía hecha por él mismo de marcharse a Madrid para dejarnos aquí así, con una mano delante y otra detrás, esperando a que de una puta vez nazcan las flores y hablemos de la primavera. Con flores todo es distinto y las ausencias son menos ausencias. El pasado fin de semana, el del adiós propiamente dicho, puse tierra por medio como no queriendo estar presente en su inmolación pública, cruce la ‘raia’ y asenté mis huestes en Oporto. Desde entonces ando escuchando fados o mejor dicho los fados que canta Ana Moura. Escúchenlos y ya me dirán. No es que sea la música más alegre para aliviar el luto, pero uno encuentra refugio donde menos se lo espera. «Que saudade que eu tenho de ter saudade», canta en uno de ellos, y pienso en la losa que me deja esta marcha y recuerdo cuando Jabois contó conmigo para presentar el profético manual. Aquel ‘Irse a Madrid’ que fue como el gol de Cristiano Ronaldo en el Camp Nou aquella noche lúgubre en la que el cambio de ciclo asomó la patita. Jabois es incluso más excesivo que el propio Real Madrid y en vez de la patita puso las dos patas sobre la mesa, como Aznar en aquel rancho tejano, y el croniqueo nacional se cayó del caballo, Pedro J. encontró a su Varane y nosotros nos quedamos con el agujero negro en que se ha convertido su esquina en el Diario de Pontevedra. El director de los tirantes, con el olfato más despierto que nunca, completa así un triple columnario de ensueño que para sí quisiera el mítico Templo de Artemisa en Éfeso con Antonio Lucas y David Gistau. Aquella diosa, que lo era de la fertilidad, fue representada salvaje, independiente y con una belleza superior al resto del Olimpo, adjetivos que podemos aplicar a estos tres muchachos en el movimiento contestatario a los cansinos y acomodados corsés de un género reverdecido y envalentonado por todos ellos. Aquel día de presentaciones hablé de ese rincón, del sosiego que me producía entrar en la redacción y ver aquel león con la melena desmadejada en su cubil tecleando o devorando páginas. Acercarme por allí cada cierto tiempo y ver los restos de un banquete pantagruélico me reconfortaba, sabedor de que algo bueno iba a llegar. Llegó, en forma de columnas de un libro, pero también como peldaños para la escalera empleada en la huida y todo con el oneroso peaje del adiós. Esa era la segunda vez que Manuel Jabois contaba conmigo para la presentación de uno de sus libros, la anterior había sido con su novela ‘La estación violenta’. En aquella ocasión me había permitido leer el texto antes de ser publicado (y que guardo en casa por si algún día pagan por él lo que por un original de Capote), pero esta vez ya no hubo vista previa, con buen criterio por su parte, ya que insistentemente le había animado a su publicación. En mi buzón todavía se encontraba el Diario del domingo de autos, salió con la espalda hacia arriba, como uno de esos críos que se resisten a nacer y allí estaba, la certificación de la marcha, la carta sin acuse de recibo en forma de loable homenaje a su abuelo, el patriarca Jabois I, inmortal y precursor cronista lilaino instigador del ‘enfant terrible’. Pero Jabois ya se había despedido siete días antes, aunque él no lo sepa, cuando se arrimó al resplandor de Scott Fitzgerald en una contra antológica con olor a tristeza, a fin de un tiempo en el que aprendimos a ser felices y al que ya nos va doliendo mirar, en definitiva, olía a despedida. Allí nos recreó el mundo del que bebió a chorros, su escuela de escritura para encontrar el golpe de pluma necesario para encontrar el estilo, siempre lo más dificil, el carácter singular del genio. Con Fitzgerald, Zelda, Gatsby y Hemingway, Jabois se citó en la última noche con sus sueños de periodista y escritor en aquella patria feliz e intocable bajo la luz de la luna y una figura de mujer con perfil de Madama. El despertador suena a Madrid, con su aspereza de villa y corte, sus esquinas afiladas y los embozados con daga bajo manga, nada que ver con el terciopelo gallego que vuelve suave, no solo la noche, sino también el día. Aquí estaremos esperando a que crezcan las flores, lo harán, se lo prometo, y yo seguiré cada cierto tiempo cogiendo aquella novela maldita para poner mi mano sobre ella, como hizo Martha con el abrigo del Ethan Edwards de ‘Centauros del desierto’, para poder calibrar el peso de la ausencia del amigo que me robaron en un mes de abril: «La guardaba en el cajón donde guardo el corazón.
Publicado en Diario de Pontevedra 6/04/2013
Fotografía Rafa Estévez
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