“No es el amor quien muere, Somos nosotros mismos”.
Un libro a medio leer ejerce de frío notario de la muerte del poeta. Una
habitación en el exilio mexicano, y ese libro de Emilia Pardo Bazán fueron lo
último que pudo acariciar Luis Cernuda antes de su muerte el 5 de noviembre de
1963. Acariciar y acariciar. Son pocos los poetas que han hecho de su poesía y
hasta de su vida una caricia tan intensa como la del poeta sevillano,
convertido en uno de esos islotes que nuestra lírica ha dejado flotando en el
océano de la incertidumbre, muchas veces del olvido, aunque éstos siempre se
lleguen a avistar plenos de exuberancia creativa. Y era una isla incluso dentro
de esa Generación del 27 de la que formaba parte, su singularidad le confirió esa
peculiaridad a la que él mismo contribuyó desde una lejanía tan autoimpuesta
como insobornable.
El periodista y poeta Antonio Lucas escribió sobre él hace unas jornadas
en El Mundo como de “el más solitario de los poetas de la Generación del 27” o que “Antes o después se
llega a Luis Cernuda” (busquen esa página y devórenla). Y es que se llega a él
con independencia del tiempo o la edad, que quizás son lo mismo, o quizás no,
porque su poesía es de largo recorrido, de profundo aliento, incapaz de someterse
a modas aunque haya rozado algunas de ellas. Vanguardias que se iban adaptando
a su visión del mundo, a su soledad, a su amor, a su homosexualidad, a su
pálpito por la vida, a la rebelión y a la revolución, a la diferencia y a la
pasión, a la resistencia y al triunfo. Cada uno de sus poemas se clavan en el
lector como incisiones que se vuelven permanentes, certeras miradas a un ser
humano con la carta de la decepción en la bocamanga y a la que no duda en
enfrentarse el poeta.
“No, no es el amor quien muere”
Publicado en Diario de Pontevedra 5/11/2013
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