mércores, 3 de outubro de 2018

El grito de Valverde

Alejandro Valverde, feliz, en el pódium del Mundial (C. Bruna)

Es el maillot arco iris uno de los grandes iconos visuales del deporte, como lo son la chaqueta verde del Masters de Augusta de golf, el anillo de campeón de la NBA o el maillot amarillo del Tour de Francia, en el propio ciclismo. Enfundarse esa prenda y portarla durante un año es uno de los grandes reconocimientos del mundo del deporte. El pasado domingo Alejandro Valverde ciñó su enjuto cuerpo a esa túnica sagrada del ciclismo y comprendió porque se había hecho ciclista y porque llevaba tantos años persiguiendo ese galardón. Tantos que, hasta su definitiva consecución, había logrado hasta seis medallas en esa misma carrera, dos de plata y cuatro de bronce, ¡una barbaridad! Pero faltaba el título supremo, la medalla y el maillot.
Junto a los 258,5 kilómetros y 6 horas y 46 minutos sobre la bicicleta y 38 años a sus espaldas, son miles y miles de horas de entrenamientos, caídas y fracturas, tristezas y alegrías que se condensaron nada más superar la línea de meta en uno de los gritos más hermosos que el deporte nos ha proporcionado nunca.
Valverde gritaba abrazado a su masajista, la persona que recupera diariamente las destrozadas piernas de cualquier ciclista tras una jornada extenuante, como todas las de estos deportistas inmensos que optan por esta especialidad deportiva tan dura. Un abrazo que ninguno de los dos olvidará porque refleja mucho más que el abrazo de dos profesionales. Ese abrazo, coronado por ese grito estremecedor, es la demostración de quien ama a este deporte, de quien da por bueno ese sacrificio permanente por lograr la gloria que te adentra en el olimpo de los más grandes especialistas de un deporte en el que la leyenda pesa tanto que quien la alcanza se convierte en eterno.
Alejandro Valverde, insisto, con sus 38 años, ha vivido mucho sobre la bicicleta, corredor de esos que se definen por sus características como 'clasicómano', especialista en las largas carreras de un día con duros y cortos repechos que salpican el norte de Europa en la primavera. En el sur, en su casa, nunca ha sido del todo alabado por un público acostumbrado a exaltar a nuestros ciclistas por los éxitos en las grandes vueltas por etapas, la figura de Alejandro Valverde siempre se ha instalado en un injusto escalón inferior al de otros corredores. Sus pódiums en Tour, Giro y Vuelta, carrera que logró ganar, parece que nunca fueron suficiente para lograr el reconocimiento unánime que solía llegar, como en aquellas carreras en las que demostraba realmente su potencial (como en la Flecha Valona, que ganó en cinco ocasiones) es decir, con la caducidad de un día. Ahora el aplauso se prolongará durante todo un año, ese arco iris en el pecho lo designa visualmente como un campeón en toda regla y pone el broche de oro, aunque el ciclista ha manifestado su intención de llegar a los Juegos Olímpicos de Tokyo, a su espectacular y envidiable currículum.
Ese grito seguirá retumbando durante muchos años y debería sonrojar a otros que hacen de ese recurso una especie de exaltación de sus virtudes y que se quedan en un infantil gesto frente a hazañas como las que genera el mundo del ciclismo. Cada vez que veo a Cristiano Ronaldo irse a un córner a gritar y a posar ante una cámara se evidencia lo que es verdad de lo que es puro artificio y cómo el ciclismo sigue manteniendo un sentimiento de orgullo y esfuerzo que emociona frente al fútbol cada vez más mercantilizado desde los ademanes de diseño.



Publicado en Diario de Pontevedra/El Progreso de Lugo 3/10/2018


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