Alejandro Valverde, feliz, en el pódium del Mundial (C. Bruna) |
Es el maillot arco iris
uno de los grandes iconos visuales del deporte, como lo son la
chaqueta verde del Masters de Augusta de golf, el anillo de campeón
de la NBA o el maillot amarillo del Tour de Francia, en el propio
ciclismo. Enfundarse esa prenda y portarla durante un año es uno de
los grandes reconocimientos del mundo del deporte. El pasado domingo
Alejandro Valverde ciñó su enjuto cuerpo a esa túnica sagrada del
ciclismo y comprendió porque se había hecho ciclista y porque
llevaba tantos años persiguiendo ese galardón. Tantos que, hasta su
definitiva consecución, había logrado hasta seis medallas en esa
misma carrera, dos de plata y cuatro de bronce, ¡una barbaridad!
Pero faltaba el título supremo, la medalla y el maillot.
Junto a los 258,5
kilómetros y 6 horas y 46 minutos sobre la bicicleta y 38 años a
sus espaldas, son miles y miles de horas de entrenamientos, caídas y
fracturas, tristezas y alegrías que se condensaron nada más superar
la línea de meta en uno de los gritos más hermosos que el deporte
nos ha proporcionado nunca.
Valverde gritaba
abrazado a su masajista, la persona que recupera diariamente las
destrozadas piernas de cualquier ciclista tras una jornada
extenuante, como todas las de estos deportistas inmensos que optan
por esta especialidad deportiva tan dura. Un abrazo que ninguno de
los dos olvidará porque refleja mucho más que el abrazo de dos
profesionales. Ese abrazo, coronado por ese grito estremecedor, es la
demostración de quien ama a este deporte, de quien da por bueno ese
sacrificio permanente por lograr la gloria que te adentra en el
olimpo de los más grandes especialistas de un deporte en el que la
leyenda pesa tanto que quien la alcanza se convierte en eterno.
Alejandro Valverde,
insisto, con sus 38 años, ha vivido mucho sobre la bicicleta,
corredor de esos que se definen por sus características como
'clasicómano', especialista en las largas carreras de un día con
duros y cortos repechos que salpican el norte de Europa en la
primavera. En el sur, en su casa, nunca ha sido del todo alabado por
un público acostumbrado a exaltar a nuestros ciclistas por los
éxitos en las grandes vueltas por etapas, la figura de Alejandro
Valverde siempre se ha instalado en un injusto escalón inferior al
de otros corredores. Sus pódiums en Tour, Giro y Vuelta, carrera que
logró ganar, parece que nunca fueron suficiente para lograr el
reconocimiento unánime que solía llegar, como en aquellas carreras
en las que demostraba realmente su potencial (como en la Flecha
Valona, que ganó en cinco ocasiones) es decir, con la caducidad de
un día. Ahora el aplauso se prolongará durante todo un año, ese
arco iris en el pecho lo designa visualmente como un campeón en toda
regla y pone el broche de oro, aunque el ciclista ha manifestado su
intención de llegar a los Juegos Olímpicos de Tokyo, a su
espectacular y envidiable currículum.
Ese grito seguirá
retumbando durante muchos años y debería sonrojar a otros que hacen
de ese recurso una especie de exaltación de sus virtudes y que se
quedan en un infantil gesto frente a hazañas como las que genera el
mundo del ciclismo. Cada vez que veo a Cristiano Ronaldo irse a un
córner a gritar y a posar ante una cámara se evidencia lo que es
verdad de lo que es puro artificio y cómo el ciclismo sigue
manteniendo un sentimiento de orgullo y esfuerzo que emociona frente
al fútbol cada vez más mercantilizado desde los ademanes de diseño.
Publicado en Diario de Pontevedra/El Progreso de Lugo 3/10/2018
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