Piedras
calladas y melancólicas. Cielos que nos cubren con sus mil azules cobijando un
silencio que estremece. Palomas y gaviotas reinando sobre el piso, mientras las
personas se refugian solidaria y de manera comprometida en sus viviendas. Es la
imagen que estos días nos ofrece una ciudad cada vez más pensada para la gente
y que ahora se revuelve hacia sí misma, completamente desierta.
Pocas
situaciones nos pueden producir una inquietud mayor que ver las calles de
nuestras ciudades vacías y solitarias. Sin ese transitar de gentes de aquí y de
allá que diariamente las ocupan como el mejor síntoma de la cotidianeidad y
tranquilidad que pretendemos se haga fuerte en nuestras vidas. Lo sabía bien
Alejandro Amenábar cuando en ‘Abre los ojos’ rodó una Gran Vía completamente
vacía como la mejor manera de crear el desconcierto entre quienes acostumbran a
hacer de esa calle, habitualmente atestada de personas, de luminosos y de
coches, el mejor indicio de una presunta modernidad que nos confirme que todo
va bien.
Nuestros
restringidos y obligados pasos por la ciudad o las imágenes que se reflejan en
los medios de comunicación, son los que están dejando en nuestras retinas unos
fogonazos que tardaremos en olvidar, convirtiéndose en notarios de estos días
de desasosiego que nos zarandean de manera inesperada y, por supuesto, nunca
imaginada. Las calles de Pontevedra aparecen convertidas en una procesión del
silencio, de un silencio hermético que resuena en el interior de esas
fotografías como un estruendo escalofriante. En ese ámbito de nuestra felicidad
colectiva mutilado de nosotros mismos, calles, plazas, parques, paseos y
terrazas están sumidas en una desorientación que nos lleva a pensar en los días
felices, en lo que significa compartir la vida con los demás y hacerlo en una
ciudad en la que esa componente humana, y también humanística, es la que está
caracterizándola en los últimos tiempos, y por extensión también a unos
ciudadanos que han descubierto ese sentido de la polis griega que habíamos
perdido bajo otra confusión, la de ese progreso especulativo que, como estamos
viendo, atenta cada vez más contra nuestra salud, de manera mental y física.
Aquella
Gran Vía de Amenábar es nuestra Ferraría completamente deshabitada, exceptuando
las bandadas de palomas preguntándose por aquellas multitudes de niños que les
arrojaban sus granos de maíz o la avenida de Montero Ríos, sólo salvada de la
soledad por el paseo de algún ciudadano con su mascota, o qué decir de nuestro
casco histórico, medalla en el pecho de todo pontevedrés y celebración
permanente de la vida, ahora fruto de un desamparo que cierra los locales en
los que brindamos por el regalo de la vida, clausura unas terrazas que nos
concedían la oportunidad de eso que tanto valoraremos a partir de ahora como es
respirar la libertad y donde levantar una caña será lo más parecido a alzar una
Champions y comer unos huevos fritos, bien acompañado, recuperar el verdadero
sentido de la amistad.
Con
este delirio del silencio, con nuestra vida congelada, parece que sólo las
estatuas cobran vida en este reino del esperpento, y ahí es evidente que quien
mejor se mueve sea nuestro Valle-Inclán al que parece que todo esto no va con
él, como si acabase de salir de la biblioteca de los Muruais para darse un
paseíto por esta ciudad que lo acogió hecho un zagal y a la que regaló su
primera novela. Aquella ‘Femeninas’ de inspiraciones caribeñas que a una
Pontevedra de humedades permanentes le sentaría como a un Cristo dos pistolas.
Pero esa era la genialidad de don Ramón, la de poner todo patas arriba en un
voltear la realidad que culminaría con la consagración del esperpento como
género literario y del que ahora tenemos un buen ejemplo en nuestras calles,
llenas de un mutismo que va contra su condición natural. Un silencio en el que
incluso parece escucharse el violín de Manuel Quiroga, al pasar junto al
conjunto de La Tertulia en la plaza de San José, mientras se oyen las animadas
palabras de Castelao, Bóveda, Cabanillas, Paz Andrade y Carlos Casares,
conversando, entre sus habituales chascarrillos, sobre el abandono que les
hemos impuesto. Es como si escondidos los humanos, todos aquellos que parecían
tener su vida congelada se adueñasen de lo que en definitiva es su casa
permanente, día y noche, llueva o haga calor, haya o no haya estado de alarma,
para recuperar una libertad ajena a nuestros ojos siempre inquisidores y a esos
turistas que no dejan de abrazarlos para llevarse una fotografía en recuerdo de
su paso por Pontevedra. ¡Y ojo a nuestro anarquista Ravachol, a ver si cuando
todo esto termine no tenemos que ir a recuperarlo a San Francisco o a la
Peregrina, que de todos es conocido su amor por el clero!
Quizás esos abrazos se hayan
acabado para siempre, dejaremos de tocar hasta a las estatuas y el mundo será
distinto, pero es posible que Pontevedra no lo sea, y siga siendo esa ciudad de
amistad imperecedera, como sus piedras, capaz de ser un canto diario a la vida
que, cuando las cosas vienen torcidas, se convierte en un monumento a la
responsabilidad, deteniendo el tiempo y haciendo del silencio una música de
corazones conmovidos ante la llegada de una esperpéntica vecina: la soledad.
Publicado en Diario de Pontevedra 2/04/2020
Fotografía: Gonzalo García
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